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MensajePublicado: 13/10/2014 08:08
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Autor: David Torres

Lo más hermoso y quizá lo más terrible de cuidar de un perro es esa sensación que percibes alguna que otra vez, cuando crees que el animal está a punto de decirte algo. Ese momento en que tu perro ladea la cabeza, gime y te mira con unos ojos que son “dos preguntas líquidas que te interrogan” como decía Neruda. Entonces, en el brillo de esas lágrimas, crees haber saltado el puente hacia otra especie, una barrera biológica más allá de los simples instintos de nutrición y conservación. Es sólo una ilusión, por supuesto, pero muy profunda, algo así como un rudimento de empatía quizá exclusiva de los mamíferos. Un amigo me advirtió, mucho antes de que yo tuviera un perro, que su labrador era siempre, todos los días de su vida, igual que un niño discapacitado, un crío inmensamente cariñoso que se ha quedado para siempre en la edad de tres años, justo en el momento de echar a hablar.

La semana pasada mataron a un perro por las bravas, sin comprobar si estaba contagiado o no de una enfermedad mortal, sin atender las peticiones de científicos que solicitaban el estudio del animal por si se podía extraer algún anticuerpo, sin reparar si había contagiado ya a otros vecinos u otros chuchos, y sin que su vida importara un carajo. Excálibur miraba desde la terraza con su par de preguntas líquidas como si la cosa no fuese con él. Y en cierto modo no iba con él, puesto que los vecinos y activistas que entorpecieron la labor de los esbirros y matarifes con un valor y una generosidad admirables estaban luchando esa partida –perdida de antemano– contra la brutalidad y contra la injusticia no en nombre de los canes maltratados del mundo sino de nuestra propia especie. Poder matar a un animal indefenso y no hacerlo: eso sí que es un signo de civilización, de cultura, de progreso, no el mantenimiento de esas tradiciones bárbaras y paletas que fomentan el sufrimiento y el despellejamiento de los más débiles: el machismo asesino, las sanguinarias fiestas de pueblo, la esclavitud, la caza, la guerra.

Algún día, ojalá no muy lejano, entenderemos que los mamíferos superiores son nuestros hermanos, que merecen mejor suerte que el matadero, la plaza de toros o el balazo cobarde y traicionero de un banquero de mierda. Puesto que nuestra naturaleza consiste en rebelarnos contra la naturaleza, en inventar medicamentos para no morirnos cuando llega nuestra hora, en volar cuando no podemos volar y en insistir en garabatear papeles y piedras contra la muerte, algún día comprenderemos, incluso los carnívoros irredentos como yo, que la época de los cazadores ya se acabó y que el vegetarianismo no es sólo cuestión de salud sino un principio moral básico. Es cierto que el hombre evolucionó como tal a través de la violencia y la sangre, pero sospecho que, igual que abandonamos la antropofagia como una práctica repugnante, un día admitiremos el error existencial que supone alimentarse del miedo y el dolor de otras especies. No será demasiado difícil puesto que la ciencia nos ofrece ya, a través del tratamiento de células madre, la posibilidad de cultivar un chuletón de ternera o una pierna de cordero sin necesidad de sacrificar a una criatura viviente.

En Atenas vi montones de perros y gatos callejeros pero me sorprendió descubrir que no huían ni se asustaban, al contrario, muchos de ellos llevaban collar, la gente los alimentaba, los acariciaba y hasta les había puesto nombre. Uno de ellos, Lakánikos, compartió con sus compañeros de dos patas la furia y la urgencia de la lucha callejera, ladró y mordió a los esbirros policiales, recibió palos y patadas mientras se llevaba en las fauces botes de gas lacrimógeno para limpiar el aire de la plaza Syntagma. Lakánikos no tenía la menor idea del ultraje y el robo al que habían sometido a su país, ni siquiera sabía lo que era un país, pero sí tenía instinto suficiente para saber de qué lado estaba el mal: esos ogros con máscaras, chalecos, armas y porras que a lo largo de la historia han sido siempre los perros guardianes de los ricos. Cuando en la revista Time lo nombraron persona del año sabían muy bien lo que estaban haciendo: no iban a poner a un banquero ladrón o a un político comprado a la altura incomparable de un perro.

Lakánikos murió de un fallo cardíaco resultado de los gases ingeridos y las heridas de sus días de gloria, se apagó tranquilamente en brazos de una familia que lo amaba y que lo había adoptado como a un hijo peludo de cuatro patas. Excálibur murió solo y asustado, como tantos chuchos callejeros apaleados y tantos galgos de caza colgados de una rama. Los que se burlaron de la compasión y el coraje de quienes lucharon para evitar esa estúpida canallada, incluso quienes se burlaron de su muerte (“que le den por culo al perrito” escribió en este mismo diario un pobre hombre), dicen con su desprecio y su falta de compasión mucho más de ellos que del perro. De hecho, lo dicen todo, porque es exactamente la misma falta de amor y de piedad que hemos mostrado con nuestros hermanos de piel negra que están muriendo en África no sólo de ébola, sino también de hambre, de sed, de guerras y miseria. Vi hace unos días en youtube un vídeo sorprendente donde un pastor alemán echaba agua sobre unos peces recién pescados, como si intentara reanimarlos. Nunca podremos saltar sobre esa comparativa, nunca podremos saber si el animal realmente sentía esa agonía y estaba conmovido por ella, pero sólo a nosotros corresponde saltarla. Únicamente a nosotros, los humanos, nos está permitido ser humanos en lugar de ser simplemente una plaga. Yo sólo sé que mi perra Sombra, una cocker negra que es todo pelo y corazón, de vez en cuando me mira desde el otro lado de la noche y le faltan palabras. Quizá algún día descubra que lo único que quería decirme es nada más que “Bienvenido”.

Fuente: David Torres en Público
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